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sábado, 17 de diciembre de 2011

Conmemoración de la muerte del Libertador Simón Bolívar










El 17 de diciembre de 1830, en la Quinta «San Pedro Alejandrino», cerca de Santa Marta (Colombia), dejó de existir el Genio de la Libertad, el más Grande Hombre de América. A la 1 en punto de la tarde, «murió el sol de Colombia», Simón Bolívar. Había recibido de manos del Cura de la aldea de Mamatoco los Santos Sacramentos. Después de haber dado libertad a tantos millones de suramericanos, Bolívar se halla en su último instante muy solo. Apenas le rodean Mariano Montilla, Fernando Bolívar, José Laurencio Silva, Portocarrero, el edecán Wilson, Ibarra, Cruz Paredes, José María Carreño...

El médico de cabecera Alejandro Próspero Reverend, viendo que llegaba el momento supremo los llamó y les dijo: «Señores, si queréis presenciar los últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es tiempo». Pero, indudablemente, Bolívar continúa vivo en el corazón de los pueblos, en la ideas que parecen escritas para nuestros días, en las acciones que son permanente ejemplo para todos aquellos que sienten de verdad lo que es una patria redimida. El Sol de Colombia sigue brillando.

Bolívar lo vivió. Destituido de todos sus cargos por la oligarquía grancolombiana —asesinado, antes, su noble amigo el mariscal Sucre que ganara en los Andes, en 1824, la última batalla de la Independencia y es necesario decir que nunca se supo quién le preparó la emboscada de la muerte—, fue abandonado, Bolívar, a su suerte. Camino de su destierro a Venezuela, sublevada ya ante su posible llegada porque iba precedido de la apelación de dictador, Bolívar no tuvo a su lado nada más que un grupo de amigos: contados con los dedos.

Enfermo, le curaba el médico francés Alejandro Prospero Reverend. Arribado a la ciudad costeña de Santa Marta, el Libertador no encontró techo de recepción nada más que en la casa de un español: Joaquín de Mier. Ya próximo a la muerte se refugió en la Quinta de San Pedro Alejandrino. Esta mansión pertenecía, también, al mismo español. En San Pedro Alejandrino pronunció aquella invocación a la ironía: "Jesucristo, Don Quijote y yo hemos sido los más insignes majaderos de este mundo".

AÑOS FINALES

Los últimos dos años de la vida de Bolívar están llenos de amargura y frustración. Hizo un balance de su obra, comprobando que lo más importante quedó sin hacer mientras lo hecho se desmoronaba. La independencia integral de América, el plan para llevar las tropas libertarias a Cuba, Puerto Rico y Argentina, que se aprestaba a una guerra contra el imperio brasileño, o a la España monárquica, si fuera necesario, quedaban como lejanas utopías imposibles de realizarse. La confederación grancolombiana, o la andina, o la anfictionía americana, todo eso que estuvo a punto de cumplirse, debía posponerse ante otro tipo de problemas inmediatos: fuerzas del Perú invadieron el Ecuador, y su expulsión le llevó casi todo 1829. El general José María Córdova, uno de sus más cercanos amigos, dirigió una revuelta y fue asesinado. El general Páez, desobediente y desleal, se le insubordinó también y declaró la separación de Venezuela. Se vio obligado a expulsar de Colombia a Santander, antes uno de sus mejores aliados. A comienzos de 1830, Bolívar regresó a Bogotá para instalar otra vez un Congreso Constituyente; ante esa soberanía, renunció irrevocablemente. Ahora sólo deseaba irse lejos de Colombia, a Jamaica o a Europa, aunque vaciló y pensó que bien valía la pena comenzar de nuevo, reuniendo a sus leales en la costa colombiana. Varios sectores del ejército se levantaron, esta vez en su favor, pero ya era tarde. Cada vez más enfermo, logró llegar a Cartagena a esperar el buque que lo alejaría de tanta ingratitud. Para su mayor desgracia, recibió en Cartagena la noticia de que Sucre, el más capaz de sus generales y tal vez el único que podía sustituirlo, había sido asesinado en Berruecos, a los 35 años de edad.

Contemporizando con la muerte que ya se anunciaba, aceptó la hospitalidad que le ofrecía el generoso español Joaquín de Mier, para llevarlo a su finca, un trapiche llamado San Pedro Alejandrino, en las proximidades de Santa Marta, a descansar. Tradicionalmente se ha dicho que Bolívar estaba tuberculoso, pero algunos médicos sostienen hoy día que una amibiasis le atacó el hígado y los pulmones. Dictó testamento el 10 de diciembre de 1830. Ese mismo día emitió su última proclama pidiendo, rogando por la unión. Siete días después, a la una de la tarde, como dijo el comunicado oficial, «murió el Sol de Colombia». Vivió 47 años, 4 meses y 23 días. Sepultado en la iglesia mayor de Santa Marta, allí quedó su corazón, en una urna, cuando los restos fueron llevados a Caracas doce años después.

Un recuento de su obra militar no encuentra similar en la historia de América. Participó en 427 combates, entre grandes y pequeños; dirigió 37 campañas, donde obtuvo 27 victorias, 8 fracasos y un resultado incierto; recorrió a caballo, a mula o a pie cerca de 90 mil kilómetros, algo así como dos veces y media la vuelta al mundo por el Ecuador; escribió cerca de 10 mil cartas, según cálculo de su mejor estudioso, Vicente Lecuna; de ellas, se conocen 2939 publicadas en los 13 tomos de los Escritos del Libertador; su correspondencia está incluida en los 34 tomos de las Memorias del general Florencio O'Leary; escribió 189 proclamas, 21 mensajes, 14 manifiestos, 18 discursos y una breve biografía, la del general Sucre. Personalmente, o bajo su inspiración, se redactaron cuatro Constituciones, a saber: la Ley Fundamental del 17 de diciembre, creadora de Colombia (Angostura); la Constitución de Cúcuta (1821); el proyecto de Constitución para Bolivia (1825); y el decreto orgánico de la dictadura (1828). No tuvo tiempo para completar su obra magna: la unidad política de Latinoamérica, la liberación de Cuba y Puerto Rico, el apoyo a Argentina contra el imperio brasileño, la Confederación Andina (1825), la ayuda a la propia España para liberarse de los monarquistas (1826), en fin, el establecimiento de una sociedad utópica, donde se logre «la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política» (1819). En 20 años de intensa vida política, 7538 días de actividad revolucionaria, a partir de su misión diplomática a Londres (1810) y hasta su deceso en Santa Marta, casi no hubo día en que no redactara una carta o emitiera un decreto, o que recorriera 13 kilómetros diarios en promedio.

América ha reconocido a Bolívar como el paradigma y símbolo más querido de su identidad y soberanía. En 1842 el Congreso de Venezuela dispuso que las cenizas del Libertador fueran trasladadas con toda pompa de Santa Marta a Caracas y reposan hoy en el magnífico Panteón Nacional. En 1846 Colombia puso la estatua de Pietro Tenerani en el centro de Bogotá. En 1858 Lima le erigió una estatua ecuestre, reconociéndolo como Libertador de la nación peruana.

En 1891 Santa Marta puso una estatua de mármol junto a la Quinta de San Pedro Alejandrino. Ya desde la segunda mitad del siglo XIX se le levantaron monumentos en casi todas las ciudades importantes de América y en muchas de Europa. Se cumplió así la insuperable sentencia de Choquehuanca: «Con los siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina».

INTEGRACION DE LA PERSONALIDAD DE SIMON BOLIVAR

Tres son esencialmente los cauces formativos de la personalidad cultural del Libertador: los maestros, los viajes y las lecturas.

Bolívar dice que fue educado como podía serlo un niño rico en la América bajo dominio hispano, nunca le faltaron instructores de calidad. Su madre y su abuelo buscaron para la enseñanza inicial al Pbro. José Antonio Negrete, a Guillermo Pelgrón, Fernando Vides y otros distinguidos preceptores; entre éstos también contóse Andrés Bello como maestro de literatura y geografía; igualmente recibió lecciones de matemática del ilustrado Padre Andújar, noble personalidad intelectual y humana, muy admirada por Humboldt; también fue discípulo del Licenciado Sanz. Fue don Simón Rodríguez, sin embargo, el más influyente maestro de Bolívar; a ningún otro en todo instante -y especialmente en los años de gloria y de altura- le reconoció tanto poder sobre su corazón; sólo de Rodríguez dijo: "cuyos consejos y consuelos han tenido siempre para mí tanto imperio".

Don Simón Rodríguez, precursor y animador de la inquietud bolivariana, es por antonomasia el Maestro del Libertador; antes de que éste independizara a América, -su "maestro universal"- hace su tarea: independiza a Bolívar, lo divorcia de la realidad tradicional y lo acerca a la verdad futura; le ayuda a conseguir la perspectiva propia de un creador, a intuir su faena y a calcular las fuerzas de sus auxiliares y sus enemigos. Simón Rodríguez llama a Bolívar a ser terriblemente cuerdo entre aquellos mediocres que se autoestiman depositarios del buen juicio y de la sensatez, y a los ojos de los cuales la Independencia tenía que ser una "locura" singular.

La enseñanza de Rodríguez se cumple en la adolescencia y en los umbrales mismos de su edad adulta; superados algunos roces de la infancia entre maestro y discípulo, roces que nunca más recordará El Libertador, la compenetración entre ambos es intensa y duradera. Por el carácter independiente y rebelde de Rodríguez se comprende que cale tan hondo en el espíritu del joven.

Además de los maestros señalados, cuya enseñanza se desenvolvía sin "método" y con irregularidades motivadas por circunstancias propias de un alma inquieta y mimada, hay que señalar como los únicos estudios sistemáticos realizados por Bolívar, los de matemática en la Academia de San Fernando de Madrid. En esta ciudad hizo además el estudio de las lenguas francesa e inglesa con profesores competentes, bajo la inspección de su representante el Marqués de Ustáriz.

Conviene subrayar que adelantándose al concepto de la educación integral, los responsables de la formación bolivariana no se preocuparon sólo por los conocimientos teóricos; El Libertador recibió desde niño lecciones de esgrima, equitación y baile.

Desde la antigüedad se ha apreciado el valor formativo de los viajes. Nada mejor para el logro de una genuina mentalidad comprensiva, de un, espíritu tolerante, de una visión perspectiva capaz de recibir la relatividad de las culturas, y por ende, de facilitar el progreso y desterrar el dogmatismo.

El propio Libertador asigna a los viajes una importancia fundamental en su carrera; el 10 de mayo de 1828 decía: "es de creer que en Caracas o San Mateo no me habrían nacido las ideas que me vinieron en mis viajes, y en América no hubiera tomado aquella experiencia ni hecho aquel estudio del mundo, de los hombres y de las cosas que tanto me ha servido en todo el curso de mi carrera política".

Tres viajes realizó Bolívar a Europa con motivos diversos, pero tácitamente con un solo fin: construcción de su personalidad, búsqueda y acumulación de experiencias, elaboración de un destino. El primer viaje, siendo niño, es de estudios y culmina con su matrimonio. Pasa por México y Cuba, se sitúa en España y conoce Francia. Tiene oportunidad de presenciar la coronación de Napoleón y de sentir desprecio por primera vez, por la actividad que responde única y ciegamente a la ambición de poder. El segundo viaje lleva por propósito la distracción de la viudez temprana, dura tres años en los cuales disipa una cuantiosa fortuna material, culmina en el Monte Sacro y en el Juramento definitivo: es el viaje de aprendizaje con Rodríguez. Visita España, Inglaterra, Francia, Portugal, Italia y parte de Austria y Alemania; a su regreso desembarca en los Estados Unidos. La visión de los diversos pueblos europeos, colectividades con tradición que arranca de remotos tiempos, lo hará ser más comprensivo con su pueblo. En Europa logrará un más exacto sentido de las proporciones que no puede alcanzar en su patria, hallará una más vieja y alta tribuna para asomarse al espectáculo del devenir universal. Europa lo incita a la reflexión. Con satisfacción maravillada advierte que los problemas de América desde allá se miran con más claridad. Bolívar se descubre a si mismo en Europa, se aprecia mejor, se autocritica con mayor justicia; en este viaje eligió su signo y cimentó la evidencia de que no iba equivocado. Bolívar calibra en este viaje la diferencia entre Europa y América: un continente con entidad espiritual lograda en más de dos mil años; y otro, con el problema de culturas desiguales que no logran fundirse, con tres siglos apenas de historia conocida, en trance de indagación de su propia alma.

En el tercer viaje a Europa, va de diplomático a la Gran Bretaña, como intérprete de una de las primeras embajadas venezolanas. Bolívar tiene ocasión de gustar calmadamente la vida inglesa, este viaje es también, por eso, fundamental; sentirá siempre una admiración extraordinaria por el pueblo inglés, en el cual halla mucho de lo que falta en América y que él se empeña en fundar: estabilidad, respeto, dignidad, sensatez, sentido práctico, le produce la más viva impresión; quiere para América ese grupo sencillo de virtudes británicas: realización efectiva de la libertad y democracia en un clima sin violencias; tradición amorosamente cultivada como elemento vertebrador de la personalidad colectiva a través de las épocas. Esta justa apreciación de la calidad de la sociedad británica es la razón que lleva a Bolívar a recomendar cuantas veces puede una alianza de América con el estilo de vida de Inglaterra.

No sólo a Europa se dirigió la inquietud bolivariana; después, en plena contienda emancipadora, y por imperativos y necesidades de la misma, recorre a pie, a caballo, en flecheras, bergantines, goletas, etc., la mayor porción del continente americano. Desde Boston a Plata, los puntos más septentrionales y meridionales del itinerario bolivariano, prácticamente nada le es desconocido; tuvo la vivencia exacta de la patria americana; Bolívar la vivió y la sintió íntegramente, y siempre estuvo donde fue necesaria su presencia. Quienes en nuestro tiempo viajan por vía aérea sobre los altos picos y profundas hondonadas de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, más o menos paralelamente al Pacifico, se asombran de la dimensión material del esfuerzo bolivariano.

Desde su adolescencia Bolívar tuvo el hábito de la lectura; el suyo fue un proceso continuo de vigorización y renovación de su personalidad intelectual. Es imposible construir una lista exhaustiva de los autores leídos por Bolívar, pero remitiéndonos nuevamente a la información contenida en sus escritos, debemos indicar a grandes rasgos que conocía los clásicos de la antigüedad, griegos y romanos: Homero, Polibio, Plutarco, César, Virgilio; todos los géneros. Clásicos modernos de España, Francia, Italia e Inglaterra. Igualmente de los más diversos sectores intelectuales: desde filósofos y políticos como Hobbes, hasta poetas como Tasso y Camoens, pasando por naturalista como Buffon, astrónomos como Lalande, economistas como Adam Smith. En sus cartas pueden hallarse muchos nombres regados con espontaneidad: los enciclopedistas y planificador Revolución Francesa, conocidos y estudiados a fondo y cuya influencia en el credo bolivariano es fácil de señalar: Montesquieu sobre todos. Rousseau, D'Alambert, Condillac, Voltaire. Además Cervantes, Locke, Helvetius, Ossian, Goguet, Llorente, Napoleón, Rollin, Berthot, De Pradt, Filangieri, Mahon, La Fontaine, Constant, Madame Staël, Grotius, Humboldt, Ramsay, Beaujour, Mably, Dumeril, Delius, Montholon, Arrien, Sismondi, etc.

En parte de sus libros, que regala a Tomás C. Mosquera en 1828, se encuentran los más diversos títulos. Claro índice de que su cultura no era unilateral es, además de los autores citados, la siguiente diversidad de títulos, idiomas y materias de su biblioteca: Epoques de I'Histoire de Prusse; Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán; Description Générale de la Chine; Dictionnaire Géographique; Voyage to the South Atlantic; Gramática Italiana; Diccionario de la Academia; New Dictionary Spanish and English; Encyclopédie des enfants, Life of Washington; Dictionnaire des Hommes Célébres, Life of Scipio; Mémoires du Général Rapp; Medias Anatas y Lanzas del Perú; Cours Politique et Diplomatique de Bonaparte, Espíritu del derecho; Influences des Gouvernements; Congreso de Viena; Viajes de Anacarsis; Fétes el courtisanes de la Gréce; Code of laws of the Republic of Colombia.

Fue la suya una pasión de cultura que no conoció término; en todos y cada uno de los maestros del saber universal quiso aprender siquiera una idea que sirviera a la perfección de la obra de su vida: la creación de su América, su programa revolucionario.

Profesores había tenido hasta entonces; maestros, no. El maestro por antonomasia de Bolívar es Don Simón Rodríguez.

Antes de Rodríguez, los profesores habían tratado, sin gran éxito, como advertimos por la primera carta que de él conocemos, la carta al tío Pedro, de inculcarle conocimientos: el capuchino Andújar, de primeras letras, de religión, de moral, de gramática española; Andrés Bello, sólo dos años mayor que Bolívar, de aritmética, geografía y cosmografía; Guillermo Pelgrón, de latín. También tuvo otro profesor de nombre Vides. Ninguno dejó huella en él.

Algunos de estos profesores lo fueron simultáneamente. Todos contribuyeron, junto con la desaplicación del discípulo, para que éste aborreciese la sabiduría y a los sabios. Por lo menos a los sabios de la Colonia. Enseñanza baldía; profesores inútiles.

La casualidad pone en manos de Simón Rodríguez, pedagogo per sé y fanático de Juan Jacobo Rousseau, a un niño sano, rico, de alcurnia, inteligente, sin familia, sin padres siquiera a quienes rendir estrecha cuenta de aquella infancia. En suma, encuentra el Emilio ideal. Y Simón Rodríguez inicia la educación que aconseja Rousseau en su Emilio.

Bolívar es el primer hombre moderno, quizás el único, que haya sido educado para hombre libre. Para hombre libre, según Rousseau. Así como a los príncipes los educan para Reyes, a Bolívar lo educan para vivir libremente. El exageró un poco y se convirtió en Libertador.

Rodríguez le hizo cerrar los libros de texto y le abrió el gran libro de la naturaleza. Le enseña antes que nada a ser fuerte de alma y de cuerpo convivir con la naturaleza, sin ser víctima de ella. Le enseña a dar grandes caminatas a cabalgar días enteros, a nadar, a saltar. En los estanques, ríos y lagunas del campo nativo nada como un tritón horas y horas. Le transmite oralmente cuanto el discípulo puede asimilar. Y le obliga a leer a los grandes autores clásicos como Plutarco y a los modernos como Rousseau. A eso se limita.

Tenía el hábito de la lectura, que conservó toda su vida. Según Mancini, al salir de Venezuela había tomado para la travesía del Atlántico, a Plutarco, Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Más de veinte años después, en 1828, Voltaire era su preferido, según Perú de Lacroix: "Después de almorzar -dice éste en el Diario de Bucaramanga- S.E. fue a ponerse en su hamaca y me llamó para que oyese el modo con que traduce los versos franceses en castellano; tomó la Guerra de los Dioses y la leyó como si fuera una obra escrita en español; lo hizo con facilidad, con prontitud y elocuencia; más de una hora quedé en oírlo y confieso que lo hice con gusto y que muy raras veces tuvo necesidad S.E. pedirme de traducirle algunas voces. En la comida volvió S.E. en hacer el elogio de la obra del Caballero de Parni; pasó después a elogiar las de Voltaire, que es su autor favorito; criticó luego algunos escritores ingleses, particularmente a Walter Scott, y concluyó diciendo que la Nueva Eloísa de Juan Jacobo Rousseau no le gustaba, por lo pesado de la obra y que sólo el estilo es admirable; que en Voltaire, se encuentra todo: estilo, grandes y profundos pensamientos, filosofía, crítica fina y diversión".




El propio Libertador dejó referencias de los autores que estudió y una de ellas parece referirse a la época de su vida en París. Sus expresiones en este caso -carta a Santander, fecha 20 de mayo de 1825- tienen desusada violencia, a causa de sentirse herido por un "godo, servil, embustero" que le atribuía escasos conocimientos: "Mi madre y mis tutores -dice- hicieron cuanto era posible para que yo aprendiese: me buscaron maestros de primer orden en mi país. Robinson, que Ud. conoce, fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas letras y geografía, nuestro famoso Bello; se puso una academia de matemáticas sólo para mí por el padre Andújar, que estimó mucho el barón de Humboldt. Después me mandaron a Europa a continuar mis matemáticas en la Academia de San Fernando; y aprendía los idiomas extranjeros con maestros selectos de Madrid; todo bajo la dirección del sabio marqués de Ustáriz, en cuya casa vivía. Todavía muy niño, quizá sin poder aprender, se me dieron lecciones de esgrima, de baile y de equitación. Ciertamente que no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los códigos del crimen y del error; pero puede ser que Mr. de Mollien no haya estudiado tanto como yo a Locke, Condillac, Buffon, D'Alembert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthot y todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas, y todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses".

"Con todo, las obras de los autores franceses modernos, y los filósofos de esa nación, forman lo más consistente de su acervo cultural, o por lo menos lo que más ampliamente se refleja en sus escritos. Los nombres de Montesquieu, de Rosseau, de Voltaire -en especial, los dos primeros- son frecuentemente mencionados, y sus ideas aducidas, sea para apoyarlas o para combatirlas. Se tiene la impresión -pero no es, hasta ahora, sino eso- de que las obras de Montesquieu hablan principalmente a la inteligencia de Bolívar, en tanto que las de Rousseau hallan sobre todo eco en su sensibilidad. Junto a ellos, el conde Volney, cuya dedicatoria en la edición castellana cita Bolívar textualmente en su Discurso de Angostura y de quien vuelve a acordarse en el Cuzco, en 1825. También el abate Raynal, Marmontel, la baronesa de Staël, Carnot el Convencional, Benjamín Constant, el poeta Casimir Delavigne, el Abate De Pradt, el Obispo Gregoire, el conde Guibert, La Condamine, el Abate Carlos de Saint Pierre, Sieyés. Y, junto a ellos, Racine y Corneille, Boileau, La Fontaine y Descartes, para no repetir los nombres que el propio Bolívar da en su carta de Arequipa".

O'Leary también nos menciona los filósofos estudiados por El Libertador; y no puede haber duda de que se refiere a la época del segundo viaje de Bolívar a Europa, cuando dice: "Helvecio, Holbach, Hume, entre otros, fueron los autores cuyo estudio aconsejó Rodríguez". Y agrega: "Admiraba Bolívar la austera independencia de Hobbes, a pesar de las marcadas tendencias monárquicas de sus escritos; pero le cautivaron más las opiniones especulativas de Spinoza, y en ellas, tal vez, debemos buscar el origen de algunas de sus propias ideas políticas". La seguridad con que lanza estos juicios el cuidadoso edecán de El Libertador, nos hace meditar. ¿Será lícito suponer que Bolívar comentó a menudo con él los autores que cita? Sabemos que El Libertador le encargó a Chile, en 1823, obras de Voltaire, Locke, Robertson y otros escritores.

Al 1legar a París, él y Fernando Toro se encontraron con varios jóvenes hispanoamericanos, entre los cuales estaban los ecuatorianos Carlos Montúfar y Vicente Rocafuerte. Montúfar era hijo del Marqués de Selva Alegre, que sería en 1809 Presidente de la Junta Revolucionaria establecida en Quito, la primera en Suramérica; y él mismo dio su vida en la lucha por la independencia. Rocafuerte no tomó parte activa en la emancipación, y por eso se sentía en una "falsa posición" frente a sus antiguos compañeros, y fue enemigo de El Libertador durante los últimos años de la Gran Colombia.

Entre estos extranjeros en la flor de la edad, así agrupados en la ciudad encantadora, se estableció rápidamente amable e íntima camaradería. En la cual participaba -sorprendente hallazgo- don Simón Rodríguez, el recordado maestro de Caracas. No olvidemos que Rodríguez apenas había rebasado los treinta años, y por eso fue, en gran parte, sólo un compañero más en aquel grupo. En 1826 le escribía a Bolívar: "No sé si usted se acuerda que estando en París, siempre tenía yo la culpa de cuanto sucedía a Toro, Montúfar, a usted y a todos sus amigos", palabras que sugieren las amistosas riñas que a cada momento surgirían entre aquellos jóvenes y el travieso pero respetado pedagogo.

La vocación de Bolívar era el ejercicio de las armas. En enero de 1797 ingresó como cadete en el Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, del cual había sido Coronel años atrás su propio padre. No tenía aún 14 años cumplidos. En julio del año siguiente, cuando fue ascendido a Subteniente, se anotaba en su hoja de servicios: Valor conocido, aplicación: sobresaliente. El adiestramiento práctico en los deberes militares lo combinaba Bolívar con el aprendizaje teórico de materias consideradas entonces la base de la formación castrense: las matemáticas, el dibujo topográfico, la física, etc., que aprendió en la Academia establecida en la propia casa de Bolívar por el sabio Capuchino Fray Francisco de Andújar desde mediados de 1798, y a la cual asistían también varios amigos de Simón.

A comienzos de 1799 viajó a España. En Madrid, bajo la dirección de sus tíos Esteban y Pedro Palacios y la rectoría moral e intelectual del sabio Marqués de Ustáriz, se entregó con pasión al estudio. Recibió allí la educación propia de un gentilhombre que se destinaba al mundo y al ejercicio de las armas: amplió sus conocimientos de historia, de literatura clásica y moderna, y de matemáticas, inició el estudio del francés, y aprendió también la esgrima y el bailé, haciendo en todo rápidos progresos. La frecuentación de tertulias y salones pulió su espíritu, enriqueció su idioma, y le dio mayor aplomo.

RASGOS FISICOS

Y ahora sí, próximo a la plenitud, aunque sólo tenía veintitrés años, y enriquecido por conocimientos y observaciones sobre los cuales había aprendido a reflexionar, podemos comenzar a buscar en él al futuro Libertador. Tal como se presentó en Caracas le convenía ya, con las salvedades imprescindibles, el retrato que muchos años después le hizo su edecán O'Leary: "Bolívar -escribe- tenía la frente alta, pero no muy ancha, y surcada de arrugas desde temprana edad, indicio de pensador; pobladas y bien formadas cejas; los ojos negros, vivos y penetrantes; la nariz larga y perfecta: tuvo en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció en 1820 dejando una señal casi imperceptible; los pómulos salientes; las mejillas hundidas, desde que lo conocí en 1818; la boca fea y los labios algo gruesos. La distancia de la nariz a la boca era notable. Los dientes blancos, uniformes y bellísimos; cuidábalos con esmero. Las orejas grandes pero bien puestas. El pelo negro, fino y crespo lo llevaba largo en los años 1818 a 1821, en que empezó a encanecer. Y desde entonces lo usó corto. Las patillas y bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en el Potosí, en 1825. Su estatura era de cinco pies seis pulgadas inglesas. Tenía el pecho angosto; el cuerpo delgado, las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los pies pequeños y bien formados que cualquier mujer habría envidiado. Su aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado: el cambio era increíble.

"Hablaba mucho y bien; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto; sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelos de la elocuencia militar. En sus despachos lucen, a la par de la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En sus órdenes, que comunicaba a sus tenientes, no olvidaba ni los detalles más triviales, todo lo calculaba, todo lo preveía".

"Tenía el don de la persuasión, y sabía inspirar confianza a los demás. A esas cualidades se deben, en gran parte, los asombrosos triunfos que obtuvo en circunstancias tan difíciles, que otro hombre sin esas dotes y sin su temple de alma se habría desalentado. Genio creador por excelencia, sacaba recursos de la nada".

"Gran conocedor de los hombres y del corazón humano, comprendía a primera vista para qué podía servir cada cual; muy rara vez se equivocó. Hablaba y escribía francés correctamente, e italiano con bastante perfección; de inglés sabía poco, aunque lo suficiente para entender lo que leía. Conocía a fondo los clásicos griegos y latinos, que había estudiado, y los leía siempre con gusto en las buenas traducciones francesas".

Así lo verían, a su regreso, en Caracas. Ahora sí era verdad que "nadie lo reconocería", según la expresión hiperbólico que usan en Venezuela, sobre todo los ancianos, para indicar los cambios experimentados por un joven.

PERSONALIDAD

Nota sobresaliente en la faceta intelectual de El Libertador es la objetividad, o sea, la característica mental que permite reconocer y apreciar los hechos -independientemente de la simpatía o antipatía que puedan inspirar- en su tamaño propio y dentro de estructuras totales.

La objetividad en Bolívar se expresa en dos direcciones. Una individual, que denominaremos autocrítica, concretada en el exacto conocimiento de sí mismo. Y otra referida hacia los demás, y que llamaremos ecuanimidad.

En el político es fundamental conocerse. Es rara esta cualidad; lo corriente es que el individuo ignore sus posibilidades, que se supervalore o se subestime, que tenga entrabada su personalidad por una de esas embarazosas armaduras psíquicas que son los complejos. En el prepórtico de su vida pública, Bolívar escribió: "Es siempre útil el conocerse, y saber lo que se puede esperar de sí". Con claridad entendió cuál era su empresa, y no se equivocó en cuanto a su temperamento y sus aptitudes. Dice que no está hecho para la función sedentaria y que detesta la administración. Sabe que los peligros lo tonifican; siente que su ánimo se estimula ante la adversidad. No pide reposo material para pensar mejor; sabia abstraerse, aislarse en medio de humanos torbellinos y concentrarse en la meditación de sus ideas. "Hay hombres -decía- que necesitan estar solos y bien retirados de todo ruido para poder pensar y meditar; yo pensaba, reflexionaba y meditaba en medio de la sociedad, de los placeres, del ruido y de las balas. Sí, me hallaba solo en medio de mucha gente, porque me hallaba con mis ideas y sin distracción".

En cuanto a su personalidad mental -en sentido estricto- la apreciación más exacta, comprobable por quienquiera que analice su obra, es la que de manera condensada él mismo formula así en 1825: "No soy difuso.... soy precipitado, descuidado e impaciente..., multiplico las ideas en muy pocas palabras".

Un testimonio fidedigno, aparte de los escritos a disposición del más severo examen, el de Luis Peru de Lacroix en 1828, confirmará la concisión bolivariana. Peru de Lacroix lo vio y observó muy de cerca: "En todas las acciones de El Libertador y en su conversación se ve siempre, como he dicho, una extrema viveza: sus preguntas son cortas y concisas; le gustan contestaciones iguales, y cuando alguno sale de la cuestión, le dice, con una especie de impaciencia, que no es lo que ha preguntado: nada difuso le gusta".

Su precipitación la había observado desde su niñez; en la primera carta que de él se conserva dice que se le "ocurren todas las especies de un golpe". Esa precipitación le impedirá ser más afortunado y certero en la planificación de ciertas instituciones. Es igualmente fácil comprobar lo que afirma sobre su descuido e impaciencia.

Merece consideración particular su aserto autocrático de que multiplica las ideas en muy pocas palabras. El mérito de Bolívar, implícito en su peculiar don de síntesis, es el de su riqueza conceptual e ideológica. Podrían citarse muchas expresiones suyas, líneas breves con una potencia de enseñanza insospechada a simple vista. Por esta característica, su pensamiento ha sido objeto de las más diversas interpretaciones; algo parecido a lo que, salvando la distancia, ocurre con versículos bíblicos. Todos los traficantes políticos, los gestores de todos los partidos americanos han buscado en palabras de Bolívar, banderas para sus parcialidades; ello no lo asombra: "Con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates". Medítese la frase: el texto de sus disparates, y se comprenderá por qué ha sido difícil para el lector ordinario, acostumbrado a las informaciones indirectas, el conocimiento verídico de las ideas de Bolívar. En la mayor parte de los casos, el lector común, nuestro hombre medio, precisamente aquél para quien forjó El Libertador su doctrina, se halla perplejo al no poder separar la propaganda de la verdad. Son muy escasos los intérpretes objetivos y globales del pensamiento bolivariano; todavía se persiguen en la obra de El Libertador expresiones sueltas para pretender justificar indignidades o cubrir miserias. A Bolívar no puede comprendérsele si el estudioso no posee al par que una mentalidad científicamente capaz, comprensiva y avisada, una gran escrupulosidad ética. Aún abundan esos que hábilmente silencian la voz acusadora de Bolívar, para dar resonancia a la parte que parece servirles en sus aventuras; pero si esta traición al pensamiento bolivariano, en cuanto a un inteligente escamoteo de sus palabras, es absolutamente perniciosa, más lo es aún la interpretación desagajada de su unidad original. Son solidariamente culpables del pésimo conocimiento que se tiene de Bolívar, todos sus intérpretes fragmentarios. Su obra no es para leerse y comprenderse por cuotas, ni para asimilarse en frases aisladas. El estudio honesto, y naturalmente el estudio científico -con la ética propia de la investigación auténtica- ha de penetrar en la unidad, ha de reconstruir previamente el panorama; en este sentido el método indicado es buscar la estructura, entender en conjunto y asimilar de manera global. Tal es la fórmula para un acercamiento válido a su obra; y no se crea que ésta es una recomendación más o menos influída por los métodos científicos en boga; es pauta del propio Libertador, quien precisamente refiriéndose al Discurso de Angostura -su más densa expresión política- da al futuro la técnica interpretativa por intermedio de su amigo Don Guillermo White: "Tenga Ud. la bondad de leer con atención mi discurso, sin atender a sus partes, sino al todo de él".

Múltiples testimonios de un espíritu ecuánime, de una mentalidad objetiva capacitada para mirar la verdad sin apasionamiento, hallamos repetidas veces en su obra. Su ecuanimidad no se empaña ni se desmiente, ni siquiera cuando se trata de hechos que le atañen por referirse a su familia. Tampoco cuando se trata de sus amigos; los conoce bien, y sabe dónde pueden dar el mejor rendimiento.

Sus aciertos en la apreciación de méritos son notables, el cariño no logra desviarlo; así dice llanamente a Santander en 1823: "los intendentes de Bogotá y Caracas son eminentemente malos, con ser los mejores del mundo y mis mejores amigos". Esta virtud mental posee mucho interés para la estimación de su labor intelectual; ya no habrá sorpresa cuando se diga que El Libertador era un observador de mirada precisa, capacitado para formular una crítica imparcial. Esta cualidad especialmente ha de tener fecunda proyección en su opinión política, sociológica e histórica.

Era además un hombre de mirada aguda; no pasaba tan inadvertidamente por encima de las cosas mínimas, como ordinariamente se cree. Está siempre atento a su circunstancia con ojos que abarcan a los grandes hechos y a los pequeños: en Guayaquil nota prontamente que se casan muy tempranos los muchachos; desde Lima subraya que "en Caracas era moda pensar todos mal contra el gobierno". Y véase igualmente el caso del joven Michelena a quien destituye en Lima; la conducta de Bolívar responde en este caso a un cuidadoso proceso de observación.

Su don observador unido a su ecuanimidad llévalo a un conocimiento exacto de sus hombres; ya anotamos que conocía las aptitudes de éstos.

Estudiaba la personalidad psíquica de sus amigos, y aplicaba a cada uno el tratamiento adecuado; en este sentido es un psicólogo espontáneo, sus cartas más cuidadosas y políticas son para Santander, sus cartas más plenas de nobleza y afecto son para Sucre.

Por último en la fisonomía intelectual de Bolívar señalaremos su tendencia discreta al humorismo, la facilidad para captar -hasta en momentos serios- la nota risueña. Asimismo llamamos la atención sobre su forma tan espontánea de mezclar expresiones populares en sus cartas; Bolívar repetía frases del vulgo, conocía sus refranes y los aplicaba con tino

Cualidades morales de Bolívar son la nobleza de espíritu y la constancia. La nobleza espiritual ya supone una serie de virtudes, supone sobre todo una buena capacidad de desprecio; Bolívar sabía despreciar, sorprende que en sus cartas no se ocupe, con la debida insistencia, de sus enemigos; trabajo cuesta indagar en su correspondencia los nombres de sus adversarios.

La constancia es el denominador común de la empresa de Bolívar; jamás cede él en su propósito, su voluntad "no desmaya y aún se fortifica con la adversidad", por eso la consigna de Pativilca ha llegado a simbolizar su carácter. "El valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna", dijo en su primer memorial político. Es efectivo el afán que jamás se doblega.

Su carácter práctico y dinámico, encaminado directamente hacia sus objetivos, explica una de sus críticas básicas a los hombres de la Primera República, quienes, a juicio de Bolívar, se equivocaron al pensar que sus principios saldrían victoriosos y serían respetarlos por su sola verdad y bondad intrínsecas. El triunfo de una doctrina es obra de tenacidad y de lucha, su bondad es aliciente y estímulo para que sus propugnadores no la abandonen.

La vida entera de Bolívar fue fiel a la idea de la necesidad de la acción permanente; reconocía en todo instante la creadora proyección de la energía, sin ella "no resplandece nunca el mérito, y sin fuerza no hay virtud, y sin valor no hay gloria". En la historia halla asideros, recuerda que más le valió a Cicerón un rasgo de valentía que todos los prodigios de su genio. Si se investiga el perfil de su deber, se comprende por qué existe en Bolívar junto a un carácter generoso un hombre riguroso e inexorable, terrible cuando las circunstancias son terribles. Su actividad utiliza los elementos propios de la disciplina y de la fuerza cuando ha menester; no sólo fusila desertores y traidores y encarcela delincuentes y deudores del Estado, sino que su justicia toca hasta sus allegados. En hora crítica, obligado a restar una ventaja a sus antagonistas, decreto la guerra a muerte; después vendrá el momento de celebrar el tratado regularizador de la contienda; y el mismo firmante de la proclama de Trujillo señalará más adelante a sus soldados "la obligación rigurosa de ser más piadosos que valientes".

El Libertador tenía noción de su propia personalidad, y sabía los linderos y la dimensión de su esfuerzo. Conoció la magnitud de su obra; era llano y sencillo. En las páginas de Peru de Lacroix, quien lo retrata con ojos de intimidad, se advierte la personalidad de Bolívar constituida por rasgos sobrios y severos, fáciles en todo momento de ser reconocidos y observados sin misterio.

La figura moral de Simón Bolívar se refleja en todas su expresiones. El investigador científico no encuentra inconsecuencias en los escritos de Bolívar, porque no las hubo. Don Vicente Lecuna, sabio en materia bolivariana, recogió en forma que obliga la gratitud del mundo, la obra escrita de El Libertador. La honestidad y competencia del eminente compilador es garantía suficiente de que no ha habido lagunas convencionales, ni ocultamientos, ni tergiversaciones, ni cortes ni enmendaturas. Las fuentes, siempre claras, están indicadas en todas las publicaciones hechas por Lecuna, con absoluta precisión.

Mas no es necesario buscar en los libros la dimensión moral de Bolívar, más que en palabras ella consta en hechos, está en la vida de quien pudo decir: "¡Para qué necesitaré yo de Colombia! ¡Hasta sus ruinas han de aumentar mi gloria! Serán los colombianos los que pasarán a la posteridad cubiertos de ignominia, pero no yo. Ninguna pasión me ciega en esta parte, y si para algo sirviera la pasión en juicios de esta naturaleza, sería para dar testimonios irrefragables de pureza y desprendimiento. Mi único amor siempre ha sido el de la patria; mi única ambición, su libertad".






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Nuestra Señora del Huerto

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Virgen del Huerto

A fines del siglo XV una devota mujer de Chavarri, en la provincia de Génova, mandó pintar sobre el muro de un huerto una bella imagen de la Madre y el Niño, en señal de gratitud por haber sido salvada del flagelo de la peste

En 1493 una grave epidemia de cólera azotó a la ciudad de Génova, alcanzando la vecina localidad de Chiavari donde María Turquina Quercio, piadosa mujer del suburbio de Rupinaro, prometió a la Virgen una señal de público reconocimiento si la mantenía inmune a la peste. Señal de agradecimiento

Superado el flagelo, María Turquina encargó al artista Benedicto Borzone pintar sobre un muro del huerto ubicado entre el Palacio de Gobierno y el puerto, una imagen de la Santa Madre y el Niño junto a San Sebastián y San Roque, santos protectores de los enfermos. La imagen debía ser venerada por los transeúntes que, en su diario trajín, no tenían tiempo de entrar al templo para orar.

Poniendo todo su empeño Borzone logró expresar de manera admirable la bondad de la Santísima Virgen y la fuerza de su protección, obteniendo el bello y colorido retrato que conocemos.

Con el paso de los años el huerto fue transformado en depósito y chiquero pero la bella pintura siguió allí, manteniendo su aspecto y tonalidad y llamando poderosamente la atención de quienes pasaban por el lugar.

En 1528 la peste volvió a castigar la Liguria, abatiéndose con especial fuerza en Chavari, hecho que acrecentó la devoción por la imagen. Por esa razón, las autoridades de la ciudad decidieron construirle un altar que permitiese a los fieles inclinarse y orar ante ella.

Apariciones y milagros La noche del 18 de diciembre de 1609, Gerónima Turrio, una lavandera del barrio de Rupinaro, rezaba frente a la Virgen cuando, repentinamente, la pintura comenzó a irradiar una luz intensa. El prodigio se conoció en los alrededores y al cabo de un tiempo, cientos de peregrinos comenzaron a acudir al lugar para implorar gracias.

La fama de Nuestra Señora del Huerto se vio reforzada el 2 de julio de 1610 cuando, en horas de la mañana, se le apareció a Sebastián Descalzo, un humilde poblador de las inmediaciones, quien en esos momentos caminaba desde su casa al suburbio de Carasco, recitando sus oraciones.

Transitaba Sebastián la plaza de la ciudad cuando vio frente a sí a la Virgen bendita luciendo un hermoso manto celeste. Poco después, comenzaron los milagros. Una rajadura que atravezó el muro de un extremo a otro de la pintura, se reparó sola, sin la intervención de ningún albañil. Otro día, frente a su imagen, dos enemigos acérrimos fray Miguel Raggio y Battino Marini, se reconciliaron dándose el abrazo de la paz y al cabo de un tiempo se producían curaciones, se solucionaban diferendos y se concedían peticiones, todo por medio de la Virgen del Huerto.

Santa Patrona de Chiavari El 7 de marzo de 1634 el Consejo de Gobierno de la ciudad declaró a la Virgen del Huerto patrona de la población y del distrito de Chiávari y el 8 de septiembre el sector de la pared donde se hallaba pintada la imagen fue trasladado al Altar Mayor del santuario, inaugurado el año anterior.

En 1769 Nuestra Señora del Huerto fue solemnemente coronada con oro del Capitolio Vaticano y su iglesia entregada a la congregación de los Carmelitas Descalzos quienes la tuvieron en su poder hasta 1797, cuando al proclamar Napoleón la República Ligur, se alejaron. En 1892, instituida la nueva diócesis de Chiavari, S.S. León XIII elevó el santuario a Catedral designando dos años después a su primer obispo, Monseñor Fortunato Vinelli. El 3 de julio de 1907 San Pío X la elevó a Basílica

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Hijas de María Santísima del Huerto

En 1829 San Antonio María Gianelli, obispo de Bobbio, se inspiró frente a la sagrada imagen para fundar la congregación de las Hijas de María Santísima del Huerto, venerable instituto que, desde Italia y España hasta Palestina y la India, pasando por América del Sur y las tierras del Congo, difundió por el mundo su sagrada devoción.

Oración a Nuestra Señora del Huerto

¡Oh, María del Huerto! Madre piadosísima, dignaos aceptar benigna la pobre ofrenda de nuestros obsequios y oraciones que, como hijos amantes, venimos a ofreceros.

Dignaos inclinar vuestros oídos a nuestras humildes súplicas para que no sea vana la confianza que en Vos ponemos, seguros de obtener de vuestro divino Hijo el perdón de nuestros pecados y el favor particular que solicitamos por vuestra poderosa mediación.

Alcanzadnos a todos la gracia de la perseverancia final, viviendo y muriendo como verdaderos hijos vuestros, para poder bendecir y alabar a Dios eternamente y ensalzar para siempre vuestras misericordias en el Huerto dichoso de la Jerusalén celestial. Amén.

VIDEO SOBRE LA TUMBA DE JESUS EN DONDE FUE FABRICADA LA IGLESIA DEL SANTO SEPULCRO

VIDEO CON FOTOS DE CACIQUES VENEZOLANOS Y DE SANTOS DE OTRAS CORTES A LOS CUALES VENERAMOS

ESPIRICONTIGO

CULTO A LA SANTA REINA MARIA LIONZA EN SU SANTA MONTAÑA Y ALTARES